ÍDOLOS Y DESPEDIDAS
POR HUMBERTO VÉLEZ CORONADO
La exteriorización del pesar de un pueblo ante la pérdida de sus ídolos, como tuvimos la oportunidad de verlo con la muerte de Diomedes Díaz y antes con la de Joe Arroyo, nos lleva a pensar que no en todo país surge un icono que tenga la capacidad de unir a todas sus clases sociales, para que se den en la práctica estas enormes muestras de afecto y dolor; amén de poder reunir previamente las condiciones para llegar a serlo: edad, carisma y las circunstancias de su deceso. En otras palabras, el fervor popular se mostraría poco receptivo en idénticas circunstancias, si se tratare, valgan los ejemplos de Cantinflas, Daniel Santos o Miguel Aceves Mejía, por el mero expediente de ser unos ancianos a la hora de su despedida terrena ; tendría que poseer asimismo el don de caerle bien tanto a hombres como a mujeres de todos los estratos sociales; y morir trágicamente en la plenitud de su fama, cuando aún no peinaban canas; o al menos, como resultado de haber vivido intensamente, con el derroche, excesos y lujos, de que carecemos infortunadamente el resto de los mortales.
Por ejemplo, en Venezuela no ha podido surgir una superestrella, y menos que haya suscitado un fervor nacional de tal magnitud, que haya asimismo sobrepasado las fronteras patrias, a la hora de llevarlo a su última morada, como aconteció con los entierros del Cacique de la Junta y el Joe Arroyo, pese a que cualquiera otra región geográfica desearía tener la intensidad del quehacer farandulero del pueblo hermano.
Tales razones nos lleva a rememorar imágenes de episodios similares, que conmovieron en su momento al continente americano, en pos de establecer las comparaciones del caso, cuando muchedumbres acongojadas acompañaban hasta su tumba, en sus lugares de origen, a través de calles y avenidas, a sus pares, a Carlos Gardel, Pedro Infante y Julio Jaramillo.
Ninguna otra luminaria tuvo tantas peripecias, como las que atravesó el más famoso intérprete de tangos de todos los tiempos, para ser llevado a descansar eternamente a su Buenos Aires querido, no sin antes cumplir sus restos mortales un extenuante periplo, con ocasión de su muerte trágica en Medellín, acaecida el 24 de junio de 1935, y luego de su exhumación, seis meses más tarde, para ser trasladados en una devota peregrinación, en tren y a lomo de mula hasta el puerto de Buenaventura, con el propósito de abordar allí el vapor a Nueva York, la metrópolis en donde había rodado su última película y la única que despachaba barcos con destino a dicha capital austral. A la que arribó por fin, el 6 de febrero de 1936,para ser objeto del más grande sepelio realizado en la Argentina,tan solo superado por el de Evita Perón, dieciséis años después.
Posteriormente, al cabo de veinte y un años, le correspondió el turno fatal a Pedro Infante, que moría calcinado, al igual que Carlos Gardel, en un accidente de aviación, el 15 de abril de 1957, en la apartada ciudad de Mérida, Yucatán, que le servía de confortable refugio, pues en Ciudad de México no podía salir a la calle –como le sucedía a Diomedes- , por las constantes aglomeraciones del público y las congestiones de tránsito, que ocasionaba su presencia. Una vez más los pueblos de habla hispana se sintieron hondamente consternados por la súbita desaparición de su gran icono, en el que se veían ampliamente representados. Toda la población de la capital del país, se volcó a las calles y al cementerio, para darle el último adiós a su hijo más idolatrado, en un evento sin precedentes en toda su historia.
Julio Jaramillo, a quien puede considerarse como la figura más afín a las de Diomedes Díaz –igualó el tristemente célebre record de 28 hijos establecido por el ídolo vallenato- y Joe Arroyo, ya que tanto Pedro Infante como Carlos Gardel eran abstemios y muy responsables en el manejo de sus carreras, tuvo también un final lamentable, debido a los excesos de una vida desordenada y aunque nunca fue drogadicto, la ingesta de enormes cantidades de brandy y coñac, -pues detestaba el whisky- , lo llevó a morir tempranamente a los 42 años de edad, en una clínica de la ciudad de Guayaquil Ecuador, a consecuencia de una cirrosis terminal, el 9 de febrero de 1978; siendo el único de los tres, que llevaron en hombros hasta el camposanto, el día de sus honras fúnebres; acompañado por un cortejo de más de quinientas mil personas.
El autor de este artículo Humberto Vélez