Por fin estamos en 1896, dichosa época en que Ciudad de México debió parecer un paraíso terrenal. Las calles eran aún de empedrado o tierra, y entre banquetas (aceras) enlosadas crecía el verde pasto, sinónimo de fertilidad o de incuria. Como principal vía de comunicación había tranvías tirados por mulitas, cuyo conductor era generalmente un auriga impertinente. No había paradas fijas y frente a cualquier puerta deteníase el tranvía para dejar o recoger a los calmudos pasajeros. El alumbrado público se hacía con gas, y alguno que otro foco de luz eléctrica, pues el uso regular del fluido eléctrico se inauguró en las calles de la ciudad en 1898. No había automóviles, ni camiones, ni cines, ni discos, ni radios, ni sinfonolas. Tal vez se oía a lo lejos el sonido tristón de un cilindro u organillo lejos del sonido tristón de un cilindro u organillo de manubrio, que popularizaba alguna melodía europea. Los medios de difusión con que contaban nuestros compositores, casi todos ellos bohemios a la fuerza y con escasos recursos económicos, quedaban reducidos a la buena disposición de los directores de bandas de música, que estrenaban con poca frecuencia alguna producción nacional en el quiosco de la Alameda Central o en el del jardín de Santa María la Ribera; algún cantor callejero, acompañado de su guitarra, que interpretase una canción de un amigo compositor en una plaza pública, o en la puerta de una pulquería de las que abundaban; y, en última instancia, a la benévola protección de un editor de música para piano que les publicara alguna composición, aunque éstos, al editar una pieza, tuvieran más fe en las carátulas en colores bellamente litografiados en Europa, que en la inspiración de nuestros compositores.
Fragmentos tomados del libro “Historia de la Música Popular en México (1896-1973)”, escrito por Juan S. Garrido.